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ISSN 1989-4163

NUMERO 35 - SEPTIEMBRE 2012

La Nada que les Separa

María Aixa Sánz

Delante de una panadería un hombre y una mujer mucho más joven se besan. Son las diez y trece de la mañana. Los desconocidos que les ven piensan que son viejos conocidos. Piensan que por la diferencia de edad, él alguna vez fue profesor de la chica. Nadie imagina que hay en los bajos fondos. Lo mucho que los une. La nada que les separa. El hombre y la mujer mucho más joven, delante de la panadería mantienen un diálogo trivial. Ambos son inteligentes porque mientras mantienen un diálogo de besugos escrutan el rostro que tienen enfrente, los ojos, la barbilla, los labios, todo, con tal de adivinar qué es lo que piensa el otro en ese mismo instante. Él piensa que morirá amando a esa mujer mucho más joven que él, porque le apasiona y morirá amándola aunque viva 200 años, que no la dejara escapar nunca jamás. Sabe teniéndola ahí delante de él que todavía la ama más, todavía va amarla más que lo que la amaba el día anterior. Por eso es necesario controlarla. Por eso es necesario tenerla cerca. Ella es su salvación. Al mismo tiempo ella mientras le besa e intenta mantener un diálogo fluido con él, olvidando que en realidad hace mucho tiempo que no se han visto algo que no ha sido obstáculo para decirse de todo y amarse con toda el alma durante más de doce años, intenta controlar cada movimiento facial, intenta absorber toda la belleza serena que desprende el rostro del hombre; y en un descuido se ve en sus ojos y piensa que él está perdidamente enamorado de ella. Se da cuenta en ese momento que no le ama como le amó. Que el tiempo todo lo desgasta. Que ese amor ha mutado y se ha convertido en otro sentimiento muy dulce, muy entrañable; y sabe del mismo modo, que si él la busca siempre la va a encontrar. Porque a ella le gusta el atolondramiento de él que intenta disfrazar de campechanía. Ella no sabe que le une a él. Pero sea lo que sea, ese lazo es muy sólido. Siempre estarán ambos unidos porque sin entenderlo se necesitan. Él porque la ama, ella porque le encanta sentirse amada por él. Mientras sus cabezas bullen de pensamientos, él saluda de paso a la hermana y a la madre de ella, y se va sin ni siquiera despedirse de ella; se despide de la hermana y de la madre y de ella no. Todas se dan cuenta y ella piensa es mi atolondrado particular y sonríe para sus adentros porque a esas edades lo encuentra adorable. Además sus ojos azules no le han mentido. Nunca le mienten, a ella no. Ella es su hogar. Así se lo hace saber su madre. Le dice textualmente: «Tú eres su hogar». Mientras tanto en ese mismo instante en otro lugar a unos pocos kilómetros de allí a una mujer feúcha con el rostro ajado y el pelo como el esparto se le cae un vaso al suelo. No por un descuido sino porque en un segundo se le ha encogido el corazón. Su marido la ha dejado. Sabe que nunca la ha amado como ella se merecía y está acostumbrada a que se le encoja el corazón a dos por tres pero lo que ha notado en ese momento ha sido más fuerte que nunca. Ahora en ese instante la acaba de dejar para siempre. Aunque a mediodía vuelva como si tal cosa, aunque físicamente esté presente, aunque disimule, ya la ha dejado definitivamente. Su camino no tiene retorno. El amor verdadero les separa del todo. El amor verdadero tiene nombre propio, un nombre que ella odia, un nombre que no es el suyo. El amor verdadero tiene más fuerza que nada y ella lo sabe. No es tonta. Se hace la tonta. Es mujer.

La nada que les separa

 

 

 

 

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